Proust y su pequeño remedio para tiempos inciertos
En mi vida existen tres olores que me ponen de muy buen humor: el primero es el de la tierra mojada. No cualquier tierra: la de un jardín. Y no mojada por las inclemencias del invierno, sino por unos manguerazos veraniegos. El segundo es el del café recién hecho en una cafetera italiana. Y el tercero, el menos glamuroso de todos, es ese olor de bofetón caluroso que desprenden las estaciones de metro (la de Callao en particular) en el mes de septiembre.
En ‘Por la parte de Swann’, la primera parte de ‘En busca del tiempo perdido’ de Marcel Proust, un Proust niño rememora el día que llegó a su casa calado hasta los huesos y su madre le sirvió una tacita de té en la que empapó unos trocitos de magdalena. Ese sabor particular le provocó un goce inexplicable y con cada bocado intentaba recibir de nuevo esa extraña sensación de alegría que sentía dentro de sí. Temía que la sensación primigenia se fuese apagando, de modo que, al mismo tiempo que disfrutaba, también sufría, porque no sabía a qué se debía esa alegría inicial y temía perderla. Qué cosa más humana eso de ser feliz y a la vez infeliz porque en el fondo sabes que la felicidad es finita, ¿verdad?
Lo que el Proust niño y el Proust hombre evocaría años más tarde al calor de una tacita de té entre sus manos no era el sabor de una magdalena empapada, sino el sabor de la felicidad. Recordaba cuando se despertaba en su camita preferida, en la preciosa casa que su familia tenía en Combray, y antes de que el día se llenase de posibilidades visitaba a su tía enferma que le daba un bocado de su desayuno, que era ni más ni menos que una magdalena empapada en té.
Me gusta el olor a tierra mojada porque me recuerda a esos veranos interminables que pasaba en la casa de mi abuela en Madrid. Mi abuela regaba el jardín silvestre al final de cada tarde y me regaba también a mí con la manguera para apagar el calor. Y yo me lo pasaba pipa y recordaba ese olor porque era el mejor momento del día.
Me gusta el olor del café recién hecho con una cafetera italiana porque cuando llegaba de niña del colegio a casa y mis padres ya habían llegado de trabajar estaban tomando café, y la cocina se inundaba de aquel olor delicioso de una bebida a la que yo todavía no era adicta pero que servía de hilo conductor para que yo les contase a mis padres mis hazañas escolares a la hora de la merienda.
Y me gusta el olor caluroso del sopapo del metro porque, cuando me vine a estudiar a Madrid con dieciocho años, seguía pasando los veranos fuera de la ciudad y era septiembre el mes que me recordaba los nuevos comienzos y la sensación vertiginosa de que todo podía ocurrir. Porque tenía diecinueve años y estaba en lo que yo consideraba el centro del mundo entero.
Le tenemos miedo a los clásicos porque pensamos que no los vamos a entender. O que nada de lo que nos cuenten será interesante para una persona del siglo XXI. Y, sin embargo, ahí está la magdalena y el recuerdo y un tema como el de la nostalgia y la felicidad que ya ha caducado y que volvemos a gozar de golpe y a traición, como una bofetada, cuando menos lo esperamos. Es ese olor a perfume que nos deja petrificados en plena calle porque nos recuerda a nuestro padre o a un amor pasado, ese sabor de la infancia que te sobreviene al sorber una sopa de menú del día en un restaurante –fijaos qué proustiana es la película ‘Ratatouille’, no debe ser casualidad que también fueran franceses– o esa sensación de paz mental que algunos tenemos cuando volvemos a casa de nuestra madre, al nido, y las sábanas siguen oliendo a infancia.
Todos podemos alcanzar instantes íntimos de felicidad a través del recuerdo porque todos tenemos recuerdos que nos convierten en lo que somos y nos animan a seguir adelante: a fin de cuentas, seguimos vivos y lo que hagamos hoy puede ser un recuerdo para mañana.
Y si a Proust se le apareció Combray y su infancia entera dentro de una tacita de té, seguro que a vosotros también se os ocurre la manera de ser un poco más felices una tarde: pedidle esa receta familiar a vuestra madre, padre, abuela o abuelo y preparadla en casa para vosotros o lavad la ropa con ese jabón olor a pino para que la noche no traiga tantas preocupaciones. Seguro que se os ocurre la fórmula mágica que mejor os venga. Cuidaos.
La curiosidad
Proust sufrió problemas respiratorios desde pequeño y, tras la muerte de su madre, también tuvo problemas de salud mental. Estos dos hechos le llevaron a una especie de aislamiento permanente, lo que supuso un tiempo de introspección que derivó en lo que hoy se considera una de las grandes obras de la literatura del siglo XX.
No quiero poner más peso del que ya tenéis sobre vuestros hombros, pero, ¿no resulta un tanto encantador reflexionar sobre la vida, la muerte y todo lo que hay entre medias al calor de un libro escrito por alguien que vivió algo parecido a lo que estáis viviendo ahora? Justifiquen su respuesta.
La frase y consejo
Me encantó una frase que un personaje protagonista que vive en París,–sobre el que tratará la segunda parte de este primer tomo– el señor Swann: este señor vive y disfruta de la ciudad pero también añora el pueblo y el campo y, en un momento dado, le dice a un Proust niño: “Cierto es que en mi casa hay toda clase de cosas inútiles. Sólo falta en ella lo necesario: una gran porción de cielo como aquí. Intente conservar siempre una porción de cielo por encima de su vida, muchacho”.
Echad el cuello hacia atrás cuando vayáis a hacer la compra o cuando os asoméis a la ventana y mirar el cielo: intentad conservar siempre una porción de este por encima de vuestras vidas, muchachos y muchachas.